mayo 07, 2024

Andrea Aldana, periodista colombiana en el exilio: "Si me callo, ellos ganan"




Andrea Aldana, periodista colombiana en el exilio, durante una entrevista con Efeminista. EFE/Ane Amondarain

Desde hace décadas, Colombia es uno de los lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo: asesinatos, amenazas, intimidaciones y violencia sexual en medio de un conflicto armado que se prolonga más de medio siglo, pese a los acuerdos de paz firmados. En multitud de ocasiones, los y las periodistas tienen que decidir entre arriesgar la vida hasta la muerte o abandonar su país.

Andrea Aldana, sobreviviente de fuertes violencias, incluida la agresión sexual, no tuvo más remedio que irse. Llegó a España en 2021 y éste era su segundo exilio. En ambos casos fue como consecuencia de sus investigaciones sobre corrupción y violaciones de los derechos humanos. En Colombia, siendo una democracia, la persecución viene muchas veces de las estructuras del propio Estado. Aldana se acogió al programa de protección de Reporteros Sin Fronteras y hoy tiene estatus de refugiada. Sueña con volver a su país, junto a sus familiares y amigos. Está terminando un libro que promete dejarnos sin aliento.

Efeminista entrevista a Andrea Aldana con motivo del Día Mundial de la Libertad de Prensa, que se celebra cada 3 de mayo.

Violencia sexual para silenciar

Pregunta (P): Siguiendo el rastro de la corrupción y escuchando a víctimas del conflicto, usted se convirtió en una de las periodistas más incómodas de Colombia ¿Cuál fue el detonante para marchar al exilio? 

R: Lo primero, quiero dejar claro que para mí no es fácil hablarlo porque casi siempre termino llorando, todavía me genera mucho trauma. También que ésta no es la primera vez que me tengo que ir de mi país. A mí me vienen persiguiendo desde que empecé a hacer periodismo judicial. Yo he sido víctima de graves agresiones sexuales, no soy víctima de violencia digital, soy víctima directa de la violencia física. 

Todo empezó entre 2008 y 2010, cuando empecé a investigar temas de desaparición forzada y de agentes estatales vinculados al narcotráfico dentro de la Policía y la Fiscalía. Empecé a poner en evidencia a estas personas y empecé a ser perseguida.


Yo fui víctima de una agresión sexual muy bestial y esa agresión marcó mi vida. 

Siempre me pregunto qué hubiera pasado si hubiese sido hombre periodista, no mujer. ¿Cómo me hubieran advertido de no hablar, de callarme? Llegué a un punto de casi agradecer lo que me pasó porque si hubiera sido hombre me hubieran matado. El mensaje era matarme, pero con la mujer se usa el terror sexual, es la forma de silenciar. Mucha gente que conoce esta historia, me pregunta por qué continúo. Te tienes que acoger a lo que tengas a la mano para no quitarte tu misma la vida, es difícil continuar después de que te pase algo así. 

Investigar a agentes corruptos

P: ¿Y lo que hace a continuación es pegarse aún más al periodismo? 

R: El periodismo que me llevó a sufrir la agresión fue el periodismo que me salvó, porque pensé: "si me callo, ellos ganan".


Quiero dejar claro que todas las agresiones que he recibido están relacionadas con haber investigado a agentes estatales corruptos.

Tras la primera agresión me tuve que ir del país y la segunda agresión ocurrió tres años después. Yo estaba investigando vínculos de altos mandos de la Policía con el narcotráfico en Medellín y la orden de silencio me llegó a través de los golpes. No sólo me partieron la cara y me patearon, además me llenaron el pelo de pegamento industrial. Esto a un hombre puede que no le importe, pero, para las mujeres, el pelo es muy importante y no es una superficialidad, es denigrarte como persona. No solo fue golpearte, sino acabar con todo, es humillar. 

Me retiré del periodismo judicial y me lancé al periodismo rural, a un periodismo que pensé no me iba a buscar problemas. Pero las zonas rurales de Colombia están dominadas por los actores armados y los ejércitos ilegales. Ahora el problema lo tenía con el Ejército porque no le gustaba cómo yo evidenciaba qué poderes dominaban las zonas y cómo a los campesinos los estaban matando por defender su territorio, estaban en mitad de las guerras entre el Estado y los ilegales. Todo ello me llevó a nuevas amenazas, ya no sé ni como enumerar todas las amenazas que recibí, porque fueron tantas…

Reporteros Sin Fronteras me tuvo que sacar dos veces de Colombia en 2021. Se habían abierto tantos frentes que yo ya no sabía si las amenazas me llegaban de integrantes de la Policía, del Ejército o de la Fiscalía, porque todos me habían mandado mensajes de amenazas de muerte o de montajes judiciales. Me querían hacer pasar como guerrillera, me amenazaron con meterme en la cárcel de mujeres y que allí me iban a matar en una gresca carcelaria. No tenía paz mental y tuve que salir otra vez de Colombia. 
Democracia fallida

P: Su relato impresiona incluso más que el de compañeras periodistas que tienen que irse de sus países donde rigen dictaduras. ¿Cómo en una democracia se puede seguir perpetrando tanta violencia contras las periodistas?

R: Es precisamente por la propia palabra democracia, porque no decimos democracias fallidas pero sí Estados fallidos. El cliché es que Colombia tiene la democracia más antigua de América Latina, pero no es cierto. Llevamos más de 160 periodistas asesinados. Sólo durante mis primeros dos años en España, entre 2022 y 2023, asesinaron a cuatro periodistas amigos míos. 


No tenemos un exilio masivo de periodistas, como Nicaragua, Cuba y Venezuela. ¿Pero dónde están matando a los periodistas en Latinoamérica? En México y Colombia, en países donde hay democracia (...). Las democracias no solo tienen que parecerlo, tienen que serlo. 

Cuando llegué a España, pregunté en la Oficina de Asilo cuántos colombianos lo habían pedido. Me dijeron que alrededor de 32.000 y lo habían conseguido sólo 193. Desde la firma del acuerdo de paz (2017), tenemos más de 3.000 líderes sociales, comunitarios y medioambientales asesinados. Somos una democracia fallida. Nos asesinan, nos golpean, nos violan y nos extorsionan.

P: Llega a España gracias a un programa de rescate de Reporteros sin Fronteras. ¿Cuál es su estatus ahora?

R: Me concedieron el asilo, pero ha sido un camino largo y difícil, me costó dos años, un camino que me dejó meses sin permiso de trabajo. En este momento, mi estatus es de refugiada y protegida por el Gobierno de España. 
La España racista

P: Ya ha explicado qué significa ser mujer periodista en Colombia, ¿Qué implica serlo en el exilio?

R: Es una pregunta bastante difícil de responder porque, aunque la gente se moleste con lo que voy a decir, España es un país racista, España es un país al que no le gusta la migración.


Yo me he llevado al menos tres "sudaca de mierda". Para empezar, desde las palabras te maltratan, me han dicho "maldita panchita". Y lo peor es cuando tratas de explicarle a gente de tu entorno, gente que te protege, y te dicen: "pero si tu no pareces latina". 

¿Qué es ser latina?, ¿qué es no ser latina?, ¿por qué están tan desconectados de la realidad del país que ustedes mismos colonizaron? Por un lado, me toca reír para no rabiar. Por otro lado, cuando una mujer latina emigra a España, las primeras áreas de trabajo que tienes son el cuidado y el aseo de las casas de los españoles. Eso fue muy duro y me dan muchas ganas de llorar hablar de esto. 


Lo único que me ofrecían era limpiar casas. Yo sé que ningún trabajo es deshonra, pero yo vengo de un proyecto de vida que me interrumpieron de manera abrupta y violenta, de tener un nombre [en la profesión] y una carrera. Vienes de investigar narcotráfico, paramilitarismo, explotación sexual, vulneración de los derechos humanos, corrupción privada y estatal en mi país, ¿me entiendes?

Afortunadamente, ya no lo hago. Pero cuando no tenía permiso de trabajo, cuidé a una pareja de señores ancianos porque necesitaba el trabajo, tuve que renunciar porque honestamente yo no estoy formada en cuidado de personas adultas. Me sentía supremamente irresponsable, pese a que me ofrecían trabajo y estabilidad. Eso es el rebusque y es lo que nos toca hacer a las latinas. Lo cuento de manera orgullosa porque el trabajo no es deshonra, pero me destruyó psíquicamente y tuve que luchar mucho. 

Y al mismo tiempo que hacía eso de día en España, era editora de un medio colombiano. Era una dualidad, porque allí pagan en pesos y aquí en euros. Lo bueno es que por la noche volvía a ser periodista, era un equilibrio y eso me sostenía. Ya tengo permiso de trabajo, estoy cerca de una comunidad de periodistas y escritores en España, colaboro con un par de medios acá y estoy terminando mi novela. 
Contar Colombia desde el exilio

P: ¿Cómo se puede hacer periodismo en España y contar, al mismo tiempo, lo que pasa en Colombia? ¿Cómo organiza su tiempo?

R: Si un día me toca escribir hasta las cinco de la madrugada y dormir tres horas porque tengo una reunión, me voy acomodando. Hay días en los que sólo duermo 3 o 4 horas porque tengo que responder con trabajos en horario latinoamericano y con trabajos en horario español. Me voy estructurando así, pero hay algo que sí agradezco y me lo ha dado el exilio: entender el periodismo como un asunto global, porque cuando has reporteado e investigado tanto en Colombia –aparte de poder enfermar mentalmente– no sales del nicho. Cuando empiezas a hacer periodismo desde España, ves cómo se conecta todo de manera transnacional y ves el aleteo de la mariposa [...]. Yo quiero que la gente entienda Colombia como parte de algo global, para bueno o para malo.

P: Continuamente hace comentarios en las redes sociales sobre la actualidad colombiana e incluso corrige a periodistas de su país. Usted no para…

R: A ver, ciertos colegas en mi país no me quieren, dicen que hablo desde la superioridad moral (risas). Yo no me puedo desconectar de Colombia porque allá está mi gente, mi familia, mis amigos, porque es mi tierra, porque está la sociedad por la que trabajé y por la que soñé cambiar.

Yo decidí pagar la verificación de Twitter (X) sólo para hacer contrainformación al periodismo tan horrible que se está haciendo en Latinoamérica y especialmente en mi país. No hablo de todo el periodismo, porque afortunadamente el mejor periodismo independiente se está haciendo también en Latinoamérica, y eso lo quiero dejar claro. Me refiero a los medios tradicionales, que prefiero llamar medios corporativos, que imponen agenda y que son de banqueros o grupos económicos, medios que están poniendo presidentes. Pero hay presidentes que también se están eligiendo a través de las redes sociales. A (Nayib) Bukele lo puso Twitter, a (Javier) Milei lo puso TikTok; y yo entendí que hay que hacer contrainformación donde están ellos, en esos escenarios mediáticos. 


Decidí ampliar el espacio en Twitter para poder hacerle contrainformación a esta prensa que perdió el norte. No digo el norte ideológico, sino el norte ético.

Hay periodistas que entienden el periodismo como un servicio a grandes corporaciones y banqueros, por eso necesito estar conectada a mi país. Es lo que he hecho toda mi vida porque me mantiene viva. Además, España te va haciendo chiquita, te hace sentir que en el periodismo no eres nadie. Y no es egocentrismo. Todo el mundo te da palmaditas, pero pocas oportunidades de trabajo. Entonces, necesito sentir que todavía tengo criterio y puedo participar. 
Red de mujeres

P: Además del apoyo de RSF, en España ha encontrado una red de mujeres que le ha ayudado a salir adelante… 

R: Sí, y en ese sentido lo que me dio España nunca me lo dio Colombia. Quizás porque en Colombia yo estaba perseguida y era difícil generar nuevas amistades o confianzas. Mis amistades, entonces, eran las que venían del colegio o la universidad. No me podía abrir, al nivel de que me ponían a gente para que se me acercara. Una vez me pusieron a una capitana para que se hiciera mi amiga y lo que querían era información. Me hicieron lo mismo con un coronel del Ejército, intentaron que me fijara en él, que yo me metiera en una relación amorosa. Me lo contaron mis fuentes de la Policía Judicial. 

Le voy a contar una anécdota. Abrí una aplicación de citas y, cinco minutos después de crear el perfil, me agregan dos coroneles con foto y uniforme militar, yo sabía que al menos uno de ellos me perseguía. A ese nivel estaban las dos personas que hicieron macht conmigo. Entonces, claro, ‘eliminar, eliminar, eliminar’. Me habían metido en mi celular un programa ‘araña’, no que estuviera dentro de mi celular, sino que mi celular se refleja como un espejo en otro celular. Ese es el nivel de persecución que sufrí. 


Por eso, la red de mujeres que he encontrado aquí es importante porque yo estaba muy cerrada a la amistad con mujeres en Colombia.

Una de las personas que me recibe acá es Gabriela Wiener y me lleva a los círculos de escritoras y periodistas. Me protegen y me tiran un manto protector encima. Gabriela me acerca a Cristina Fallarás, todas me rodean y me siento absolutamente protegida. Aún tengo escasez en lo económico y en lo laboral, pero a través de ellas he conseguido ofertas de trabajo, con ellas tienes un hombro donde llorar, te ayudan a recuperar tu estatus en el mundo de la escritura y el periodismo. Otra que llegó exiliada a raíz del Gobierno de Milei es Luciana Peker, también está en nuestro círculo. 

Lo he pasado mal, muy mal, también muy bien; que te protejan así se lo tengo que agradecer a España y eso me hace pensar que soy de Colombia, pero también un poquito de acá. Es la familia que he hecho, que me ha protegido y a la que amo profundamente. 

P: ¿Va a poder volver a Colombia? 

R: Yo quiero volver, el deseo de volver a Colombia es enorme, yo quiero morirme en mi país. No hablo de forma violenta (risas), ojalá sea de viejita. Quiero volver a ver mis costas, mis selvas, mis manglares… Pero, por ahora, España me lo tiene prohibido porque cuando te dan el asilo no te permiten volver, pero ahorita tengo la oportunidad de pedir la ciudadanía española.

Cuando la tenga, estaré totalmente protegida; y el día que regrese a Colombia, como ciudadana española, si me hacen un montaje judicial, por ejemplo, ya se vuelve un incidente internacional. Reporteros Sin Fronteras entendió los riesgos, por eso me dieron el asilo. Espero volver con protección. La doble ciudadanía en Colombia protege más que un chaleco antibalas.

Por Esther Rebollo 
Fuente: Efeminista

La lucha de las mujeres insumisas para liberar el pueblo saharaui: “Nos han torturado y violado, pero resistiremos”

En medio del desierto más inhóspito no hay más oasis que el que crean cada noche, durante una semana, los cientos de habitantes de Ausserd, el campamento de refugiados de Tinduf, gracias al Festival Internacional de Cine del Sahara


Protagonistas de la película 'Insumisas' que recoge las luchas de las mujeres por la resistencia saharaui en el FiSahara, el festival de cine en el desierto MAIALEN FERREIRA


“Hay recuerdos que jamás se irán de mi mente. Como en el que entraron los soldados en casa por la fuerza y yo intentaba quedarme con mi hijo mientras los soldados tiraban de él. Es una imagen con la que moriré. La imagen de mi familia cuando los soldados me sacaron, mi madre sostenida por otras personas para no desfallecer, mis hermanas pequeñas, con los brazos cruzados mirando la escena y mi padre apartado en un rincón de la casa. Me secuestraron con 16 años delante de mi familia. Eran las cuatro de la mañana. Fue muy duro. Mi familia no sabía dónde estaba y no se atrevían a preguntar. Yo era una niña y no sabían a dónde me habían llevado. No podían preguntar y no conocían mi paradero. Sufrí abusos sexuales y otras violencias degradantes. Sin embargo, tenía fe y una fuerte convicción de que todos los saharauis estamos destinados a sufrir lo mismo, como los que nos antecedieron y de los cuales no sabemos su paradero”. Las palabras de Mina Baali salen firmes de su boca cuando narra las torturas que sufrió por parte de la policía marroquí con tan solo 16 años por haber participado en una protesta contra otros presos saharaui, pero quiebran cuando habla de sus hijos.

La activista ha pasado toda su vida luchando por la liberación del pueblo saharaui y reside con su marido y sus dos hijos en uno de los territorios ocupados por Marruecos en el Sahara Occidental. La suya es una de las historias más duras del documental 'Insumisas' codirigido por la brasileña Laura Dauden y el colombiano Miguel Ángel Herrera, que recoge las luchas de las mujeres por la resistencia saharaui y que ha inaugurado el Festival Internacional de Cine del Sahara (FiSahara).



“Nunca he dejado de manifestarme. Pero ahora, mi hijo, me dice que me quede en casa. Yo le digo que no me puede pedir eso, que yo con su edad estuve presa. Que nuestra lucha no es algo temporal, que se trata de nuestra nación. Me rompí del todo cuando me dijo 'Mamá nunca te voy a perdonar si por ti no consigo estudiar'. Me impactó. Él siente que mi lucha le afecta, porque quiere estudiar Ingeniería. Me ha costado entender que he dado a mis hijos más responsabilidades de las que debería dar. Aun así aquí estoy y voy a seguir luchando porque nos han torturado y violado, pero no nos han quitado las ganas de luchar. Resistiremos”, reconoce Baali rodeada de sus compañeras en la película y en la vida.


Me secuestraron con 16 años delante de mi familia. Eran las cuatro de la mañana. Fue muy duro. Mi familia no sabía dónde estaba y no se atrevían a preguntar
Mina Baali — Activista saharaui

En medio del desierto más inhóspito no hay más oasis que el que crean cada noche, durante una semana, los cientos de habitantes de Ausserd, el campamento de refugiados saharauis de Tinduf, en Argelia gracias al FiSahara, un festival bajo las estrellas que muestra películas, documentales y cortometrajes para denunciar la vulneración de derechos humanos de distintos pueblos, pero sobre todo el saharaui.

El lema de esta edición, la XVIII, es 'Jaimitna Fi Cinema. Resistir es vencer' ('Nuestra jaima en el cine', en castellano) y estará compuesto por activistas de los cuatro continentes. “Al inicio de la invasión del Sahara Occidental, Hassan II afirmó lo siguiente: 'Hemos ocupado territorios, pero no hemos ocupado corazones'. El pueblo saharaui es corazón, el mismo corazón que tenían los nómadas y que ahora comparten sus nietos. El régimen ocupante ha intentado destruirnos, pero este festival es el reflejo de la cultura de paz contra la violencia, la xenofobia y el racismo. Resistiremos para vencer”, sostienen desde el festival.

Mahfouda Lekfir, al igual que Mina Baali y cientos de mujeres insumisas, también fue encarcelada. En su caso fue durante una concentración pacífica en Marruecos en 2019. “Estaba manifestándome para exigir la puesta en libertad de un preso y me encarcelaron a mí. Sin juicio ni abogados. Recibí varias palizas dentro de la cárcel. Yo sabía que participar en esta lucha me iba a traer consecuencias, pero no sabía las violaciones que se sufrían en la cárcel. Aún así, lo que más me dolió fue que estuve seis meses sin poder recibir la visita de mis hijos. Cuando por fin les dejaron entrar a verme me dijeron que me echaban de menos. No poder responder cuándo volveré a casa me dolió mucho”, reconoce Lekfir.

La resistencia saharaui se compone de mujeres insumisas como ellas, que pese a las fuerzas que intentan acallarles, siguen en pie siendo altavoz de una lucha, pero también de la violencia que han vivido. Son aquellas mujeres que se quedan en casa criando mientras sus maridos van al frente o marchan al extranjero a trabajar. Son las que representan a sus pueblos y se organizan para tener agua, electricidad y comida tras casi 50 años en el desierto, en territorio argelino. Son las que resisten también en los territorios ocupados del Sahara Occidental y que se niegan a marcharse, aunque quedarse suponga poner en peligro su vida y la de su familia. Son las que recorren el mundo para que se escuche su voz y que jamás deje de sonar.

En la inauguración del festival, un grupo de mujeres ha acogido a saharauis y vigilantes en un campamento tradicional en el que han mostrado usos y costumbres con comida típica, la fabricación de ropa, música, danzas y juegos tradicionales. La jaima, la típica tienda de campaña de los nómadas saharauis, es el centro de esta edición. “La jaima visibiliza parte de nuestra identidad, la misma que ha querido destruir el régimen marroquí prohibiendo su levantamiento en el Sahara Ocupado”, explica la gobernadora de Ausserd, Jira Bulahi.

Una de las mujeres que ha mostrado las tradiciones de su pueblo es Zeyinbou Edkihil, que ha servido el té acompañada de su madre y su abuela portando un traje tradicional negro. La tradición indica que se deben servir tres tés: el primero de ellos, amargo como la vida; el segundo dulce como el amor; y el tercero, suave como la muerte. Después de tomarlo ha dado comienzo la fiesta que durará hasta el próximo domingo, 5 de mayo y en la que el pueblo saharaui busca resistir y que los ojos del mundo entero no miren para otro lado y sean testigos de una lucha que después de cinco décadas, está más viva que nunca.

Fuente: El Diario.es

mayo 06, 2024

Mujeres indígenas de Perú denuncian violencias del Estado



Mujeres testigos y juezas alzan los brazos al término de la lectura de la sentencia del Tribunal Ético en Defensa de los Cuerpos y Territorios de las Mujeres, realizado en la ciudad de Tarapoto, en la selva amazónica peruana, en la Universidad Nacional de San Martín. Imagen: Mariela Jara / IPS


“He llegado hasta aquí a denunciar que en mi comunidad consumimos agua con metales pesados y respiramos aire contaminado por la actividad minera”, denunció la lideresa quechua Elsa Merma en un tribunal simbólico realizado en la ciudad de Tarapoto, la capital del departamento de San Martín, en la selva amazónica peruana.

El sábado 26 se realizó el Tribunal Ético en Defensa de los Cuerpos y Territorios de las Mujeres donde se presentaron cuatro casos de vulneración de derechos individuales y colectivos de peruanas de la Amazonia y de Los Andes, entre ellos el de Merma.

El espacio, que evidenció la forma sistemática en que la acción y omisión del Estado impacta en el bienestar de las mujeres, sus familias y pueblos, se desarrolló como parte del denominado Pre Fospa, la versión nacional y previa del Foro Social Panamazónico donde se reunieron cerca de 250 delegados hombres y mujeres.

La undécima edición internacional del Fospa tendrá lugar en tres localidades de Bolivia del 12 al 15 de junio, donde organizaciones participantes unos mil representantes de los nueve países que comparten el territorio amazónico de 6,7 millones de kilómetros, articularán esfuerzos para su defensa y protección, integrando en esas luchas los derechos de las mujeres.

Allí se entregará la Carta de Tarapoto, un pronunciamiento de los tres días de trabajo y reflexión colectiva de más de 50 organizaciones indígenas e instituciones de la socieedad civil, además de las conclusiones del tribunal.

La sentencia del tribunal peruano se presentó el domingo 27 dejando en claro que las políticas del Estado y las actividades empresariales afectan la vida, salud, soberanía alimentaria y el bienestar de las mujeres, así como el disfrute de sus derechos humanos.


“Vengo a que sepan lo que estamos viviendo las mujeres indígenas de los tres pueblos de la región San Martín (awajún, kichwa y shawi) que por llevar una vestimenta que nos identifica, por no saber el castellano o tener nuestras creencias, nos discriminan”, Lody Tangoa.

“Los testimonios muestran un tipo de afectación a sus derechos en su vida cotidiana como producto de decisiones estatales unilaterales que no respetan, protegen ni garantizan los derechos de los pueblos indígenas”, establecieron las juezas.

El tribunal estuvo presidido por la lideresa indígena amazónica Marisol García e integrado por Mar Pérez, de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, Cristina Gavancho, del Instituto de Defensa Legal, y Laly Pinedo. activista feminista de la Red Nacional de Promoción de la Mujer.

Expulsada de su territorio ancestral

Leona Pizango, del pueblo originario kichwa, del departamento de San Martín, denunció que ella, su esposo y cuatro hijos fueron expulsados de su chacra (finca agrícola) en la comunidad de Callanayaku por guardianes del Parque Nacional Cordillera Azul, un área de 1 353 190,85 hectáreas creada en el 2001 para la protección de su biodiversidad.

La medida gubernamental no consideró que el área se superpone a territorios ancestrales kichwas, uno de los 51 pueblos indígenas amazónicos reconocidos oficialmente, y tampoco su derecho a la titulación de sus comunidades para su seguridad jurídica y gobernanza territorial.

“Yo criaba mis chanchos (cerdos), gallinas, patos y sembraba yuca, plátanos para nuestra alimentación; nos sacaron los guardaparques, cortaron toditas mis plantas, botaron mis cosas y no nos dejaron sacar nada”, dijo.

Contó que la reubicaron en un terreno pequeño y despoblado, en el que tuvo que empezar de cero.

“Mi esposo se murió al poco tiempo, de tristeza de lo que nos pasó, yo me quedé viuda, madre sola; con toda la pena que tenía me he puesto una mujer fuerte y derecha para mantener a mis hijos y hacerles estudiar, ha sido todo muy triste”, testimonió.

Las juezas señalaron en su sentencia que son 29 las comunidades afectadas por el Parque Nacional Cordillera Azul en la zona del Bajo Huallaga, donde otras familias también han sido desalojadas.

“El caso de Leona Pizango demuestra un patrón de conservación (de áreas naturales) a espaldas de los pueblos indígenas”, dictaminó el tribunal. Agregó que el referido Parque se creó sin consultar ni pedir consentimiento al pueblo kichwa afectando con ello sus medios de vida y poniendo en riesgo su subsistencia.

Exigieron al Estado peruano respete el derecho a la consulta previa e informada, restituya el territorio despojado a la comunidad nativa Callanayacu e implemente medidas de reparación en salud y educación a la familia de Leona Pizango.

Loidy Tangoa denunció que las autoridades del Estado no cumplen con las normas que ordenan la presencia de intérpretes oficiales en los servicios de justicia y de salud.

“Vengo a que sepan lo que estamos viviendo las mujeres indígenas de los tres pueblos de la región San Martín (awajún, kichwa y shawi) que por llevar una vestimenta que nos identifica, por no saber el castellano o tener nuestras creencias, nos discriminan”, sostuvo.

Aseveró que las autoridades no las consideran como personas con los mismos derechos que las demás, y puso como ejemplo lo que ocurre en las sedes policiales. “Allí somos maltratadas, no nos escuchan y como no hablan nuestro idioma originario no les entendemos lo que nos dicen”, explicó.

Añadió que por esa razón necesitan intérpretes “que nos ayuden cuando presentamos una denuncia por violencia de pareja”.

Estas barreras impiden a las mujeres el acceso a la justicia. “Esto lo he visto en mis hermanas de los tres pueblos”, añadió Tangoa, del pueblo shawi.

La sentencia del tribunal afirmó que la imposición del acceso a servicios públicos en un idioma distinto al propio mantiene la marginación y violencia que viven las mujeres indígenas e instó al Estado a promover que ellas se desarrollen como intérpretes para facilitar el acceso a la justicia y salud de sus pueblos.
Una muerte lenta

Gilda Fasabi y Emilsen Flores, del pueblo kukama kukamiria del departamento oriental de Loreto, denunciaron la contaminación del río Marañón por los derrames de petróleo del estatal Oleoducto Nor Peruano, que afecta su derecho al agua, sustento y salud.

“Nosotras hemos hecho una demanda que considera el río Marañón sujeto de derechos porque en nuestra cosmovisión es un ser vivo y porque sin agua no vivimos”, manifestó Flores, quien también recordó que cuando era niña sus abuelos curaban las enfermedades llamando a los espíritus del agua y que ahora los sufren por la contaminación.

La Federación de Mujeres Kukama Huaynakana Kamatahuara Kana presentó hace dos años una demanda judicial contra el Estado y la empresa estatal PetroPerú, que obtuvo una sentencia favorable en primera instancia, la misma que declaró al río Marañón, que luego conforma el Amazonas, como titular de derechos y a los pueblos indígenas como sus representantes.

El 9 de mayo debe emitirse el fallo en la Corte Superior de Loreto.

“Pedimos a las juezas que respalden nuestro pedido, basta de derrames de petróleo porque nos están matando lentamente”, reclamó.

Fasabi describió que beber agua contaminada ha afectado la salud reproductiva de las mujeres quienes tienen pérdidas de embarazos frecuentes y nacimientos de niños a los que “les falta una piernita, un brazito, una orejita”.

El tribunal señaló que el pueblo kukama sufre las consecuencias de la actividad petrolera que solo les ha traído devastación y sufrimiento, e instó al Estado a garantizarle acceso a agua segura, identificar a las personas que tienen metales pesados en sus cuerpos e implementar, tras consulta previa, un programa de salud para su tratamiento y otro de reparaciones integrales.
No es por odio, es por justicia

En su testimonio, Elsa Merma, campesina quechua de la provincia de Espinar en el departamento surandino de Cusco, aclaró que su denuncia ante el tribunal contra la actividad minera en su zona no era por odio sino por justicia.

Son 13 comunidades campesinas afectadas en los últimos 40 años en el distrito y provincia de Espinar, a más de 4000 metros sobre el nivel del mar, por la extracción de cobre principalmente. Han pasado diferentes empresas siendo la actual la compañía minera Antapaccay.

“Desde que convivimos con la empresa minera estamos muy afectados en nuestra salud, agricultura, ganadería, todo está contaminado, todo tiene metales pesados y es peor para las mujeres porque estamos en la casa junto con la chacra cuidando a nuestros hijos. Ya no hay buen vivir en nuestras comunidades”, expresó.

El tribunal sostuvo que las mujeres de Espinar sufren impactos en su salud sexual y reproductiva y el incremento de la carga de labores en el hogar. Instó al Estado a realizar estudios para identificar a las personas con metales pesados en sus cuerpos y poner en marcha programas de salud y de remediación, en diálogo y consulta con la población.

Sus conclusiones serán entregadas de inmediato a las autoridades de San Martín, Loreto y Cusco, los tres departamentos donde se ubican los pueblos de los casos que se testimoniaron en Tarapoto, mientras que también circularán entre los pueblos indígenas y sus organizaciones.

Fuente: IPS

Parir sostenidas: el oficio de traer vida en México

Borrar la práctica de la partería a golpe de legislación se antoja imposible, pero el miedo persiste en México, donde existen al menos 16.000 parteras en las que confían cada año miles de mujeres, sobre todo campesinas e indígenas.

Lucía Girón emplea los útiles médicos que las organizaciones le brindan para dar una mejor atención a sus pacientes. FOTO: Marina Sardiña.

“M’Etik Lucía, M’Etik Lucía”, golpean en la ventana. Susurros lo suficientemente altos para que Lucía Girón se desvele y acuda al llamado. Pedro Luna tiene prisa. Del vehículo blanco mal aparcado desciende con esfuerzos su mujer, María Guadalupe Girón, con un prominente vientre bajo su nagua. Son las 5:10 de la madrugada. La noche aún está espesa, y ella, de parto. A los pocos minutos, Lucía entra en su pequeño consultorio vistiendo una bata azul, mascarilla y sus tradicionales trenzas largas. Detrás camina la embarazada. Cuando María Guadalupe, indígena tzotzil, se recuesta sobre el catre de madera que hace de camilla, la partera más famosa del municipio de Tenejapa, en los Altos de Chiapas, México, se coloca los guantes de látex e inicia su oficio: traer vida. 

Lucía, indígena tzotzil de 49 años, lleva tres décadas ayudando a las mujeres de su comunidad a parir. Lo aprendió de su suegra. Su primer hijo falleció por complicaciones durante el parto. En su segundo alumbramiento, se agarró fuerte a un árbol cercano a la casa y fueron sus propias manos las que sacaron al bebé. Desde entonces, esta partera tradicional no ha dejado de aprender; haciendo y compartiendo con otras matronas, parteras y enfermeras de la región. Su misión: evitar las muertes maternas e infantiles. Un trabajo que no conoce de horarios ni descansos. México está en lo alto de la lista de mortalidad materna en América Latina. En lo que va de año, el Observatorio de Mortalidad Materna en México (OMM) ha contabilizado 152 fallecimientos.

Precisamente, en las comunidades indígenas de las montañas chiapanecas se cuentan con los dedos de una mano los centros de salud. Chiapas es el estado mexicano con mayor porcentaje de población en situación de pobreza: el 67,4% de sus habitantes en 2022, según cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). También es el segundo estado con mayor mortalidad materna y el primero en embarazos adolescentes. Faltan escuelas. Faltan hospitales. Falta dinero en los bolsillos de las campesinas e indígenas para acudir a ellos. Allí donde no llega el Estado, llegan ellas: las parteras ancestrales o Tam Unem, en lengua tzotzil. Un oficio prehispánico que celebra el domingo 5 de mayo el Día Internacional de la Partera, decretado en homenaje por Naciones Unidas.
La partera más buscada durante la pandemia

En la entrada de su casa, en la comunidad de Tzajalchén, no hay carteles ni anuncios. Todas saben cómo llegar a su puerta. Los vecinos relatan que, durante la pandemia de la COVID-19, se contaban casi a diario más de seis embarazadas esperando a ser atendidas por esta partera tradicional. “Atendí 413 partos”, dice sonriente. Su marido, Pedro Guzmán, bromea: “los médicos le tenían envidia”. Por su jardín, donde seca el maíz al sol y cultiva las plantas medicinales, como las hojas de muicle para la anemia durante la gestación, desfilan las embarazadas.

Lucía realiza los controles mensuales, les inyecta vitaminas, les masajea el vientre para colocar el feto en la postura correcta para el parto. Cuando tiene tiempo, teje bolsos de lana con patrones tradicionales de su cultura, amasa la harina de maíz para las tortillas, se trenza el pelo, lee la Biblia y enseña el oficio a su nuera, María Esther. 

Son las 5:45 de la mañana. Las cigarras ponen la banda sonora en la serranía. Entre las rendijas de las paredes, hechas con tablas de madera, los primeros rayos de sol se filtran en la sala de parto. Pedro espera fuera, junto a un costal de granos de café. Dentro, Lucía masajea la panza y le palpa la vagina: “Tiene cinco centímetros de dilatación”. Toma las pulsaciones del feto con un sonar que le regaló una organización, conversa en su propia lengua mayense y espera las contracciones. 

Es el octavo trabajo de parto de María Guadalupe, de 32 años. Sus siete primeros hijos, el mayor de 15 años, los tuvo con la partera de su comunidad. En cuclillas, en la cocina de su propia casa. Está vez, la ginecóloga de San Cristóbal de las Casas, el núcleo urbano más cercano, le detectó una hernia en el vientre y por eso acudió al buen nombre de Lucía. Ella tiene sueros, sabe aplicar la oxitocina y permite el parto humanizado: son las embarazadas las que eligen en qué posición alumbrar. “Con la otra partera necesito usar mucha fuerza, quería tumbada, por eso venimos acá”, explica en español. 

Amanece con el sonido de un altavoz que anuncia la misa del domingo. María Guadalupe comienza a jadear, pero no brota lágrimas. Su madre le cubre el rostro con una fina manta de bordados rojos y no aparta la mirada del cuerpo. Fuera canta el gallo. “Respira, respira”, le pide Lucía a la parturienta, siempre en lengua tzotzil. “Empuja, empuja”, repite con voz amable. Cacarean los guajolotes. Sobre el catre, discretos aspavientos. Un quejido mudo rompe el silencio; el primer llanto de la recién nacida. Llora la niña, ríen la mamá y la abuela. 

Lucía anota en su libreta la hora exacta. Son las 6:20 am. En la habitación se pausan los sonidos del exterior y la niña acapara el ruido. La partera espera a que salga la placenta y revisa que no haya ningún resto de carne dentro. “Eso causaría mucho sangrado”. A diferencia de los médicos profesionales, espera para cortar el cordón umbilical. Levanta el cúmulo de sangre y piel como si de una bolsa de suero se tratara y deja que baje hasta la última gota de fluido granate, que entrará por el ombligo de la recién nacida: “así crecerá más sana”. 

Después, envuelve a la niña en una manta y la coloca sobre el pecho de María Guadalupe “para que reconozca su olor”. Piel con pecho. Le recomienda no bañarla hasta el día siguiente y le explica cómo el “primer calostro” es el alimento con más vitaminas. El padre regresa con una bola de mantas y ropa de bebé entre los brazos. “Solo tengo frío, no dolor”, dice la veterana madre. 

«¿Quiere tener más hijos?«

«Pues sí, porque no tenemos para pagar las medicinas [anticonceptivas] y no me quiero operar. Me dan miedo los hospitales».

En la ruralidad, la milpa da para alimentar muchas bocas en buen año de cosecha, pero no para gasolina ni medicinas. Entre las paredes verdes de los precarios hospitales regionales y las batas blancas con olor a alcohol etílico, mujeres como María Guadalupe no se sienten seguras ni sostenidas. “Nos gritan, nos insultan por indígenas”. Es un relato que conocen bien las parteras que acompañan a diario a cientos de mujeres indígenas. El grito herido de estas mujeres atraviesa México de sur a norte. Según la última Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), de 2021, la violencia obstétrica golpea a tres de cada diez mexicanas, especialmente a las mujeres empobrecidas, indígenas y campesinas que, a menudo, ni siquiera hablan la misma lengua del personal sanitario que las atiende. 

Sobre la mesa, Lucía rellena el certificado de nacimiento con el logo del Movimiento de Parteras Nich Ixim. “Yo no fui a la escuela, pero mire, sé escribir. Aprendí a leer en la iglesia”. Anota el lugar de nacimiento, el peso y estatura de la niña: 3,5 kilogramos y 48 centímetros. Plasma la huella de sus minúsculos pies y el nombre de los padres. Es el nacimiento número 108 del año 2023, “y todavía no ha terminado abril”, apunta. Un año después, a inicios de mayo de 2024, Lucía ya contaba con 105 alumbramientos, según cuenta por teléfono. Con la primera luz del día, otra embaraza llega a su puerta pidiendo una inyección de vitaminas. Es la partera más buscada de los Altos de Chiapas. Ayuda a traer vida a diario, quizás por eso nunca se le borra la sonrisa de la cara. 

Persecución y estigmatización de la partería ancestral

El pasado 26 de marzo, entró en vigor la reforma a la Ley General de Salud –una propuesta del partido Morena del saliente presidente Andrés Manuel López Obrador–, que permite a las parteras tradicionales emitir certificados de nacimiento: “El certificado de nacimiento será expedido por profesionales de la medicina, parteras tradicionales y personas autorizadas para ello por la autoridad sanitaria competente”. Un pequeño reconocimiento para las parteras, pero también una forma de cumplirle al derecho a la identidad de las infancias, puesto que, en esta región, son miles de niños que no están registrados ni cuentan con documentos por haber nacido en los brazos de una partera. 

Ofelia Pérez, originaria de Chenalhó, hablante tsotsil y lideresa del Movimiento de Parteras Nich Ixim, que significa “flor de maíz”, celebra amargamente este triunfo. Desde 2019 luchan con las instituciones por el reconocimiento de su certificado de nacimiento. El mismo que usan parteras como Lucía Girón o las más de 650 parteras tradicionales y autónomas que integran la organización. “Hasta ahorita sí creemos que existe una falta de reconocimiento a nuestro trabajo por parte del Estado y del personal sanitario”, apunta desde su consultorio y escuela de partería en San Cristóbal de las Casas.

Ofelia heredó el oficio de sus ancestras y lo aprendió –como muchas mujeres indígenas mayas– a través de los sueños. Se profesionalizó con la práctica y los talleres acompañadas de otras parteras del sur de México y Guatemala. Pero también gracias a la confianza que depositan en ella cientos de parturientas. Rechaza la profesionalización obligatoria de las instituciones mexicanas, cree que no es justo para sus compañeras. “Muchas no cuentan con los recursos para estudiar”, pero también porque reivindica el respeto de sus identidades, culturas y saberes indígenas por encima de los títulos académicos. 

Aun así, reconoce un objetivo común con el personal sanitario: “Atender a las mujeres en edades reproductivas en salud materna y neonatal para contribuir a la disminución de la mortalidad materna”. Una labor que hacen a cambio de pocos pesos y aportes voluntarios. Según Ofelia, ellas realizan un trabajo 24 horas al día en las comunidades, donde muchas veces ni los médicos ni los insumos están presentes. No hay más que parteras y médicos tradicionales para atender las emergencias. “Cuando hay una emergencia o complicación las parteras siempre remitimos a las pacientes a los hospitales, pero les ponen muchos obstáculos”, alega.019 que las parteras pueden prevenir un 80% las muertes maternas, neonatales e intrauterinas cuando tienen la formación adecuada para atender emergencias obstétricas. Pese a esto, “todavía no tenemos ningún reconocimiento por parte del Estado que realmente reconozca la partería tradicional, si bien es parte de los derechos de los pueblos indígenas”, critica Ofelia. La líder también denuncia que muchas mujeres de la comunidad son intimidadas por el personal sanitario para que no acudan a las parteras.

En México, la partería profesional fue impulsada por el Gobierno en 1940, con la incorporación de las parteras como parte de personal regular para la atención obstétrica en el Instituto Mexicano de Seguro Social (IMSS). En la última década, su trabajo fue remplazado y desplazado por la medicalización e institucionalización de los nacimientos en los hospitales. “La situación actual es pésima, antes no sentía tanta discriminación por parte de los médicos cuando acompañábamos a una paciente al hospital”, cuenta entristecida Juana Cruz, orgullosa partera tradicional y lideresa indígena en Chamula. 

El año pasado, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) también dijo que México tiene la oportunidad de hacer un cambio a favor de las mujeres y sus bebés, “reconociendo las competencias de liderazgo, cuidado integral centrado en la mujer e innovación en la organización de los servicios de salud y espacios de atención de partería”. 

Pero el menosprecio por este oficio ancestral, realizado principalmente por mujeres, y la persecución es algo que sufren a diario todas las parteras entrevistadas y así lo recogen en sus comunicados la organización Nich Ixim. “Nos dicen que somos las causantes de las muertes maternas. No aceptan a nuestras pacientes en los hospitales cuando las derivamos por complicaciones”, apunta Lucía Méndez, partera tradicional de 32 años, originaria de la localidad de Las Rosas, Chiapas. 

En México, el 87,8% de los nacimientos son atendidos en centros hospitalarios, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), y menos del 5% por partería, siendo Chiapas el estado con mayor número de estos nacimientos. A nivel nacional, en 2022, más de 88.000 bebés nacieron con la ayuda de las parteras, matronas y doulas.

Resistiendo las estigmatizaciones, las parteras continúan organizándose para brindar una atención segura y sostenida a las mujeres que acuden a sus consultas. “Por más que me discriminen y ataquen, seguiré luchando por las mujeres que acuden a mí”, dice Juana, “es gracias a las mujeres que nos dan esa experiencia y nosotras aprendemos en el caminar”. 
Violencia obstétrica y la epidemia de cesáreas en México

La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), de 2021, la violencia obstétrica solo se presenta en 3 de cada 100 partos atendidos por partería. Para la organización feminista GIRE (Grupo de Información en Reproducción Elegida), el enfoque no es punitivo “ya que puede ser revictimizante”, sino que buscan la no repetición y el acompañamiento a las víctimas, explica por teléfono Anahí Rodríguez, oficial de incidencia de la organización. Los procesos de denuncia “pueden prolongarse durante años y se requieren muchos recursos económicos”. 

Ofelia relata el caso de una mujer migrante que acudió a ella por temor a ser deportada si acudía a un centro hospitalario. Su hijo no consiguió el reconocimiento del certificado de nacimiento hasta los tres años de edad. Lucía explica cómo durante el nacimiento de su primer hijo el médico que la atendió le realizó un corte o episiotomía sin su consentimiento: “Lo cuestioné en ese momento y no volví a ver a ese médico por la habitación”. O el caso de una compañera que falleció después de que un doctor olvidara sacar las gasas que había empleado para limpiarla en el interior de su útero. 

Las historias de violencia se cuentan por docenas y, a menudo, entre susurros. Ambas parteras han tenido casos de mujeres indígenas esterilizadas forzosamente, pero los registros de denuncias escasean. Naciones Unidas dicta que “la esterilización forzada es una práctica inadmisible que tiene consecuencias de por vida en la integridad física y mental de las niñas y las jóvenes con discapacidad y debe erradicarse y tipificarse como delito de manera inmediata”. Con frecuencia, las mujeres que la padecen no tienen los recursos ni la educación necesaria para denunciar. 

En Chiapas, por ejemplo, casi el 19% de las mujeres han sufrido algún tipo de maltrato durante el embarazo, parto o pauperio por parte del personal sanitario. “La violencia obstétrica es aquella que se genera en el ámbito de la atención obstétrica en los servicios de salud públicos y privados, y consiste en cualquier acción u omisión por parte del personal del Sistema Nacional de Salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio, que se exprese en la falta de acceso a servicios de salud reproductiva, un trato cruel, inhumano o degradante, o un abuso de medicalización, menoscabando la capacidad de decidir de manera libre e informada sobre dichos procesos reproductivos”, dicta la norma.

Según la portavoz de GIRE, “hay una interseccionalidad de muchas cosas que tiene que ver con la clase, la composición económica, la identificación de las personas como indígenas” en el acceso a un parto humanizado dentro del sistema médico. Denunciar en voz alta es un privilegio del que no gozan muchas mujeres de las comunidades rurales y asiladas.

Otra preocupación para parteras y organismos sanitarios internacionales es la brutal epidemia de cesáreas que atraviesa el país. La OMS recomienda que no superen el 15% de los nacimientos anuales y reconoce que la partería ayuda a disminuir las cesáreas e intervenciones innecesarias durante el parto. El pasado año, el Centro Nacional de Equidad de Género y Salud Reproductiva, señaló que el porcentaje de nacimientos por cesáreas en México fue del 54%, siendo el tercer país de América Latina con mayor número de estas intervenciones.

Las prestaciones laborales en este oficio también son escasas. “En el futuro me gustaría ver que las embarazadas reciben una atención de calidad y que el Gobierno incentiva con algo a las parteras más adultas y reconoce el trabajo que han aportado a la comunidad”, concluye Lucía, describiendo que ellas no solo ayudan en los nacimientos, sino que brindan a muchas mujeres el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo e informan a sus pacientes sobre los derechos sexuales y reproductivos. 

Borrar la práctica de la partería a golpe de legislación se antoja imposible, pero el miedo persiste. En México hay casi 16.000 parteras, un subregistro debido a que muchas no están censadas. En la entrada de la casa de María José, de 86 años, hay un gran cartel que reza: “Se atienden partos”. Es, posiblemente, una de las parteras urbanas en resistencia más longevas. Por su misma calle, en el centro de San Cristóbal de las Casas, pasaron los Zapatistas durante la toma de 1994. La lucha de las mujeres zapatistas es también la de las parteras tradicionales, coinciden muchas. En el interior de la casa-consultorio, Juana y la octogenaria conversan sobre su trabajo. “Quiero que nos dejen seguir ejerciendo la partería, que nos respeten, que no tengamos que escondernos para atender”, dice la más joven. Entre risas, rodeada por imágenes de vírgenes, santos e insumos médicos, María José sentencia: “nací de partera y partera me voy a morir”.

Fuente: La Marea

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